domingo, 24 de enero de 2010

3 a.m


3:00 a.m
recorrer el pasillo
pararse desnudo frente al espejo,
observar
la asimetría de mi cara,
mi espalda de lagarto
mi carne erizada por el frío
recorrer el pasillo una vez más.
Escuchar el corazón acelerado.
tratar de escribir

para conciliar el sueño.

sábado, 9 de enero de 2010

Vacaciones

Hace algunas vacaciones, no recuerdo cuáles exactamente mi padre nos llevó a la milpa del abuelo para cortar tres cedros, al principio yo no estuve de acuerdo pues los árboles son necesarios y hermosos.
Cuando nos encontrábamos ya en el campo mi padre sirvió aguardiente en un vaso, se dirigió a los cedros, los tocó y derramó un poco de aguardiente al pié de ellos. Después de esto el acerrador entró en acción y haciendo alarde de su fortaleza a pesar de ser pequeño levantaba la motosierra con facilidad al mismo tiempo que aceleraba el artefacto produciendo un fuerte sonido.
La hoja de la sierra penetraba fácilmente en la rojiza madera. Nosotros debíamos tirar de una reata atada al árbol para dirigir la caída de esos gigantes. Así fue con tres árboles de manera rápida, para nada silenciosa. Había un cuarto cedro  que no había sido contemplado para su tala, fue de último momento. El hombre tomó su motosierra y repitió la misma operación de los árboles anteriores para ese momento ya reducidos a tablones. El último árbol mostró resistencia, se negaba a caer, lo atamos y tirábamos de él pero este no se vencía. El día empezaba a oscurecer y nosotros regresamos a la casa. En el camino el hombre de la motosierra nos contaba que esa era la primera vez que le sucedía, ningún árbol anterior le había costado tanto trabajo como el último que intentó derribar. Yo estaba bastante agotado y el cuerpo me dolía, jamás había trabajado tanto pero por alguna extraña razón me sentía bien.
Al día siguiente con las energías repuestas retomamos la tarea inconclusa. Recordé que el día anterior a ese árbol no se le había derramado aguardiente, entonces en esa ocasión sí se hizo. Unos cuantos tirones después el árbol cedió.
Ya cuando los cuatro cedros estaban en el suelo convertidos en tablones, el hombre de la motosierra nos veía desde donde estaba sentado pues su trabajo sólo era el de aserrar y no cargar madera -eso decía él-, se reía de nosotros, decía que su hija podía cargar un tablón más pesado que los que nosotros acarreábamos en ese momento.
Al parecer yo no fui el único que resintió el hecho de cortar esos árboles, mi abuelo también. Aunque mi abuelo es un hombre de pocas palabras le comentó a su mujer que había sembrado los cedros cuando Juan -mi padre- tenía cuatro años.
Tres días de trabajo fue el tiempo que nos costó trasladar la madera desde el monte hasta la casa de los abuelos, yo deseaba con esa madera mandar construir un bonito librero o una mesa minimalista, después entendí que esos cedros que mi abuelo había sembrado cuando su primer hijo era un niño, tiempo después servirá para el día que los abuelos nos dejen y quieran finalmente descansar.